viernes, 20 de julio de 2012

Recuerdos


Un suave mecer de ramas retumbaba en sus oídos. Los arboles agitaban sus extremidades en medio de las pequeñas ráfagas de viento que venían e iban sin avisar, cansado de la visión que le ofrecía el banco en el cual estaba sentado se levantó lentamente y apoyándose en su bastón dio los primeros pasos hacia la calle que se hallaba a sus espaldas. Sus piernas, demacradas por los años, se movían con lentitud y una torpeza típica de la edad. Si no fuera por su viejo compañero de madera seguramente no lograría ni mantenerse de pie pero con él se veía capaz de caminar cada día desde su casa hasta aquel banco para sentarse y mirar hacia el horizonte, donde el sol se ponía cada tarde. La arrugada piel de su mano derecha se aferraba al extremo superior del bastón y lo movía al compás de sus pasos como si fuera una pierna más. Su lento caminar le hacía desfilar entre los pocos árboles que separaban el pequeño paseo con las aceras de la calle colindante. No tardaba mucho en fundirse con aquella marea de gente que fluya por la calle y tras ser avanzado constantemente por diversos rostros que desconocía su bastón se detenía, ordenando a sus pasos a hacer lo mismo. Se paraba enfrente de aquel semáforo a la espera de poder cambiar de acera y dirigirse hacia el conjunto de calles que lo llevaban a su casa. Una vez entraba en aquel entresijo urbanístico de casas, pasajes y calzadas que conformaban el entramado de las calles interiores se sentía aliviado, allí tenía la sensación de conocer cada esquina hasta sabía de memoria donde estaba cada farola y si pudiese entablaría conversación con las casas que se erigían a ambos lados de su camino. Se pararía en el cruce de la calles Asunción y Damasta para sentarse unos minutos a hablar de los porvenires surgidos con aquel buzón que siempre estaba solo o si le sobraba tiempo se detendría a cotillear la conversación que mantenían dos enredaderas que peleaban por crecer entre dos balcones vecinos. Sin embargo todas esas fantasías que corrían por su cabeza se esfumaban de golpe, del mismo modo que lo hacia la sonrisa que brotaba en su rostro mientras estas aun danzaban por su cabeza. Había llegado ya a su casa. Abría la puerta y entraba en aquel lugar sombrío, donde se encerraba el resto del día.
La puerta se volvía a abrir a la media tarde del día siguiente y de ella salía un hombre de edad avanzada que caminaba forzosamente con la ayuda de un bastón y se dirigía a la calle principal. Al llegar a ella siempre cruzaba la acera y se dirigía, cruzando una pequeña superficie de césped, a un viejo banco donde se sentaba a tirar migas de pan a las pocas palomas que aun deambulaban por aquel lugar. No era tarde pero solía hacerse oscuro temprano y era extraño ver a alguien sentado allí a aquellas horas. Sus acciones parecían estar cronometradas y siempre soltaba las últimas migas minutos antes de que el sol iniciara su marcha. En esos minutos agarraba con ambas manos su bastón y soltaba un suspiro entrecortado que siempre intentaba evitar pero el cual siempre se le escapaba, luego recibía en su rostro la tenue luz anaranjada que indicaba el final del día y con ella esbozaba unas pequeñas lagrimas que se secaban antes de surgir de sus ojos. Cada día repetía el mismo ritual y siempre se iba tras la puesta de sol pues en ese instante en que el día y la noche se mezclaban sentía que el tiempo retrocedía, que sus ojos aun podían ver un estanque lleno de cisnes y que el momento en que ella se despidió no había llegado aún. Durante esas dos horas su pasado se adueñaba de su frágil mente y los recuerdos se tejían con el presente distorsionando su realidad, sin embargo el era feliz así, no tenía nada más que un recuerdo, un viejo recuerdo que lo atrapó en las manos del pasado y que lo tenía retenido en aquellas imágenes heladas que aparecían y desaparecían cada tarde para interrumpir el resto de un día que a él le parecía eterno.

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