Un suave mecer de ramas retumbaba en
sus oídos. Los arboles agitaban sus extremidades en medio de las
pequeñas ráfagas de viento que venían e iban sin avisar, cansado
de la visión que le ofrecía el banco en el cual estaba sentado se
levantó lentamente y apoyándose en su bastón dio los primeros
pasos hacia la calle que se hallaba a sus espaldas. Sus piernas,
demacradas por los años, se movían con lentitud y una torpeza
típica de la edad. Si no fuera por su viejo compañero de madera
seguramente no lograría ni mantenerse de pie pero con él se veía
capaz de caminar cada día desde su casa hasta aquel banco para
sentarse y mirar hacia el horizonte, donde el sol se ponía cada
tarde. La arrugada piel de su mano derecha se aferraba al extremo
superior del bastón y lo movía al compás de sus pasos como si
fuera una pierna más. Su lento caminar le hacía desfilar entre los
pocos árboles que separaban el pequeño paseo con las aceras de la
calle colindante. No tardaba mucho en fundirse con aquella marea de
gente que fluya por la calle y tras ser avanzado constantemente por
diversos rostros que desconocía su bastón se detenía, ordenando a
sus pasos a hacer lo mismo. Se paraba enfrente de aquel semáforo a
la espera de poder cambiar de acera y dirigirse hacia el conjunto de
calles que lo llevaban a su casa. Una vez entraba en aquel entresijo
urbanístico de casas, pasajes y calzadas que conformaban el
entramado de las calles interiores se sentía aliviado, allí tenía
la sensación de conocer cada esquina hasta sabía de memoria donde
estaba cada farola y si pudiese entablaría conversación con las
casas que se erigían a ambos lados de su camino. Se pararía en el
cruce de la calles Asunción y Damasta para sentarse unos minutos a
hablar de los porvenires surgidos con aquel buzón que siempre estaba
solo o si le sobraba tiempo se detendría a cotillear la conversación
que mantenían dos enredaderas que peleaban por crecer entre dos
balcones vecinos. Sin embargo todas esas fantasías que corrían por
su cabeza se esfumaban de golpe, del mismo modo que lo hacia la
sonrisa que brotaba en su rostro mientras estas aun danzaban por su
cabeza. Había llegado ya a su casa. Abría la puerta y entraba en
aquel lugar sombrío, donde se encerraba el resto del día.
La puerta se volvía a abrir a la media
tarde del día siguiente y de ella salía un hombre de edad avanzada
que caminaba forzosamente con la ayuda de un bastón y se dirigía a
la calle principal. Al llegar a ella siempre cruzaba la acera y se
dirigía, cruzando una pequeña superficie de césped, a un viejo
banco donde se sentaba a tirar migas de pan a las pocas palomas que
aun deambulaban por aquel lugar. No era tarde pero solía hacerse
oscuro temprano y era extraño ver a alguien sentado allí a aquellas
horas. Sus acciones parecían estar cronometradas y siempre soltaba
las últimas migas minutos antes de que el sol iniciara su marcha. En
esos minutos agarraba con ambas manos su bastón y soltaba un suspiro
entrecortado que siempre intentaba evitar pero el cual siempre se le
escapaba, luego recibía en su rostro la tenue luz anaranjada que
indicaba el final del día y con ella esbozaba unas pequeñas
lagrimas que se secaban antes de surgir de sus ojos. Cada día
repetía el mismo ritual y siempre se iba tras la puesta de sol pues
en ese instante en que el día y la noche se mezclaban sentía que el
tiempo retrocedía, que sus ojos aun podían ver un estanque lleno de
cisnes y que el momento en que ella se despidió no había llegado
aún. Durante esas dos horas su pasado se adueñaba de su frágil
mente y los recuerdos se tejían con el presente distorsionando su
realidad, sin embargo el era feliz así, no tenía nada más que un
recuerdo, un viejo recuerdo que lo atrapó en las manos del pasado y
que lo tenía retenido en aquellas imágenes heladas que aparecían y
desaparecían cada tarde para interrumpir el resto de un día que a
él le parecía eterno.