viernes, 17 de diciembre de 2010

Lagrimas rojas

Era una noche oscura, el cielo mantenía su silencio inquebrantable bajo la atenta mirada de los astros mientras el tiempo se veía congelado en una danza de sombrías brisas nocturnas que despertaron de su etérea existencia diseminadas por un leve suspiro procedente de un tejado no muy lejano.
En medio del mar de pizarra que cubría los tejados se hallaba un cuerpo, casi inerte, que devoraba las últimas horas de su vida en el gélido aliento de la noche. Se encontraba frente a la noche sin ningún motivo. Ese no era su lugar, aunque tampoco tenía otro al cual poder ir. Se hallaba cara a cara con la luna y el abismo que los separaba era cada vez más diminuto.
Su aliento empezaba a congelarse en medio del glacial manto nocturno, su respiración se aceleraba como si con ello pretendiese calentar su cuerpo, sin embargo no era más que un último impulso de supervivencia, de repente dejó de respirar.
Su boca, aun titubeante, susurraba impronunciables palabras hasta que emitió un último grito capaz de helar más que las impasibles temperaturas nocturnas y con el cual devoró el último pedazo de vida que conservaba. Su inerte cuerpo se mantenía reposado en una vieja chimenea de ladrillos rojizos que le hacía de improvisada lapida mientras el viento emitía un último adiós con una suave brisa para posteriormente silenciar la escena.
Sus ojos permanecían abiertos mientras su cuerpo iba cubriéndose de una fina capa de escarcha. Con el tiempo la nieve acabó cubriendo la mayor parte de su cuerpo, solo quedaba la cabeza y una mano que sostenía una botella de whisky barato, pero su cadáver seguía reposado sobre la chimenea con los ojos abiertos como si pretendiera ver algo, un algo que no vería pues dejó este mundo hace tiempo.
La nieve continuaba aglomerándose alrededor de él y finalmente cubrió la mano dejando escapar la botella que tras rodar por todo el tejado acabó rompiéndose en el suelo y desparramando por el suelo el poco contenido que le quedaba.
Sus pestañas a duras penas podían resistir el frío y empezaban a helarse creando pequeños cristales en sus cavidades oculares, pero que no conseguían apartar su mirada del horizonte.
El tiempo avanzaba a paso lento y gélido pero avanzaba implacable hacia un nuevo día, el cual despertaría cubierto de nieve.
La noche empezaba a extinguirse, los primeros rayos de sol calentaban tenuemente el cuerpo sin vida que emanaba finos ríos de sangre de sus ojos a causa del hielo que se había fraguado con anterioridad y que moteaban de rojo la blanca capa de nieve que lo cubría.
El cuerpo lloraba, lloraba porque por primera vez pudo contemplar el amanecer y en otras circunstancias esas lágrimas le hubiera hecho ser el hombre más feliz pero en esos instantes solo lo convertían en un recuerdo que se marchó con el viento nocturno, quedándose con las ganas de hacer algo, un algo que hizo demasiado tarde.

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